Los diccionarios de psicología definen la adaptación como «el establecimiento de una relación de equilibrio y carente de conflictos con el ambiente social».
Es cierto que la adaptación es fundamental para la supervivencia del individuo, como plantea la teoría evolucionista de Darwin, así como para el establecimiento de un orden social.
Pero ¿realmente es tan importante la adaptación social? ¿Para quién lo es?
Quizás también debamos preguntarnos si el progreso de una civilización puede ser independiente de la evolución de las conciencias de los individuos que la integran.
Según se ve, para adecuarse a los estándares que propone nuestra sociedad, el conocimiento del mundo interno no resulta necesario ni en el marco de la producción ni en el del consumo: se puede tener un excelente rendimiento en el trabajo y en el ocio, y permanecer ajenos al mundo interior.
De hecho, en el sistema económico actual, genera más riqueza una respuesta de «huida hacia delante» de las situaciones conflictivas que una conciencia clara y crítica de las circunstancias personales. Pensemos, por ejemplo, en lo rentable que es para nuestra economía la búsqueda urgente de diversión -con sus gastos asociados- como forma de negar el duelo por una reciente ruptura de pareja.
De modo que parece posible lograr una relación de equilibrio y carente de conflictos con el ambiente social, sin necesidad de tomar contacto con las propias experiencias subjetivas.
Instituciones y adaptación
Para facilitar la adaptación de los ciudadanos a la sociedad contamos, entre otras, con las instituciones educativas y sanitarias (estas últimas básicamente a través de la red de Salud Mental).
También estas instituciones así como sus trabajadores acaban sufriendo la desconexión señalada entre lo adaptativo y lo auténtico.
Los profesionales de educación y de sanidad, como no puede ser de otro modo, tenemos que adaptarnos a las directrices del sistema: algunas condiciones que acabamos aceptando en el marco institucional son impensables cuando se proponen, resultan inadmisibles cuando se activan y, finalmente, se convierten en inamovibles cuando quedan instauradas.
Las organizaciones sanitarias y educativas, por su parte, al depender de instancias superiores, se someten a este mismo proceso de adaptación y terminan incorporando los nuevos avances -no tras un cuestionamiento previo reflexionado y discutido, sino como el resultado de ajustes burocráticos y de modelos empresariales que se han acabado imponiendo- aunque nada tengan que ver con los fines para los que verdaderamente fueron creadas como instituciones.
Por otro lado, la educación y la salud, al estar administradas por instituciones del sistema, centran su interés en el equilibrio colectivo por delante del crecimiento personal de cada individuo.
Como es lógico, para velar por el mantenimiento del orden social, el sistema recurre a los profesionales de estos servicios.
Y la finalidad de todo este control parece claro: la de garantizar la supervivencia del propio sistema.
Ciencia y crecimiento personal
Los avances científicos en Salud Mental están atravesando los mismos desfiladeros: promueven los tratamientos adaptativos rápidos; pretenden silenciar al paciente, impidiendo el despliegue y la articulación de los elementos que representan su subjetividad, y, una vez lograda la normalización de la conducta, devuelven al ciudadano a la cadena de producción y consumo, sin conciencia sobre su compromiso en los síntomas que le generan sufrimiento.
Consideremos, por ejemplo, los tratamientos sintomáticos de los trastornos de ansiedad y depresión: alivian el malestar de la persona para que vuelva cuanto antes a la «vida normal», aunque en esa «vida normal» resida la clave de su malestar.
O las intervenciones dirigidas a controlar los síntomas de la hiperactividad infantil: calman la inquietud, posibilitan el desarrollo de las clases, pero no ayudan al niño a procesar de otra manera la tensión que sólo consigue liberar con su cuerpo.
Profesionales y usuarios
No se puede negar que se están consiguiendo importantes avances para aliviar el sufrimiento e ingeniando múltiples estrategias para custodiar la sociabilidad, pero resulta preocupante que este progreso vaya asociado al desconocimiento de los procesos internos de cada persona.
Si escribo estas líneas, es con la esperanza de estimular la reflexión de sanitarios y docentes para que, al plantear en nuestra práctica clínica y educativa la adaptación social de las personas, no las despojemos de su condición subjetiva.
Y también para que, entre todos, evitemos que las instituciones se conviertan en programadores de ciudadanos que desempeñan sus obligaciones con la satisfacción del deber cumplido, pero maquinalmente desconectados de su mundo interior.
Daniel González
Psicólogo en Sevilla especialista en Psicología Clínica y Psicoterapia