La vergüenza, como cualquier otra emoción, es una experiencia que todos hemos sentido en algún momento de nuestras vidas. A diferencia de otras emociones, esta es una emoción eminentemente social, ya que surge ante la mirada del otro. La vergüenza detiene nuestra acción al vernos expuestos al rechazo y desprecio del otro significativo, con la consecuente sensación de falta de valía o de dignidad.
Conviene aclarar que el sentimiento de vergüenza es inherente a la labor de educación, ya que la incesante exploración de los niños a menudo obliga a los adultos a recurrir a negativas constantes. En dosis pequeñas, estas negativas pueden contribuir a que los niños interioricen las normas y aprendan a socializar. Sin embargo, el problema surge cuando la experiencia de avergonzar al menor se vuelve repetitiva y a gran escala, lo que conlleva un deterioro significativo del autoconcepto y la autoestima.
Como cualquiera sabe, el sentimiento de vergüenza suele expresarse con una postura corporal de encogimiento, esa sensación de «tierra, trágame» que nos invita a escondernos y pasar desapercibidos. La tensión emocional que genera inhibe nuestra espontaneidad y nos merma la capacidad de experimentar emociones positivas y de disfrute. Por otro lado, cuando la vergüenza se convierte en una compañera constante, los pensamientos que nos invaden pueden ser bastante desalentadores. Esos pensamientos erosionan nuestra autoestima con frases como «soy una mala persona» o haciéndonos creer que no merecemos cosas buenas en la vida. Tal es la importancia de este tema que cada vez más estudios identifican la vergüenza en la base de diversos trastornos mentales.
En psicoterapia, es común constatar que muchas personas conservan recuerdos de experiencias educativas que les resultaron traumáticas debido a situaciones en las que fueron ridiculizadas en su infancia, en gran medida simplemente para deleite del familiar o docente que se excedió.
Como antes mencioné, el mero acto de negar ya implica un corte en la acción y puede ser frustrante para el pequeño explorador. La vergüenza surge de manera natural en situaciones de corrección o negación. Sin embargo, una cosa muy diferente es el acto de avergonzar gratuitamente, que puede infligir un daño psicológico incalculable en el desarrollo de las personas.
Nuestra responsabilidad como adultos es construir un entorno de aprendizaje que promueva la confianza y la autoestima. No debemos subestimar el impacto que nuestras palabras y acciones como educadores pueden tener en la vida de los jóvenes. Alentemos a que los errores y las imperfecciones sean vistos como oportunidades de crecimiento, en lugar de fuentes de vergüenza.
Educar sí, pero sin avergonzar, por favor.
Daniel González
Psicólogo en Sevilla especialista en Psicología Clínica y Psicoterapia