Semana Santa: una apología del amor

«Me han contado su historia de mil maneras. La he leído; la he visto en el cine y en el teatro; en pinturas y bajorrelieves. Pero como la cuenta la Semana Santa jamás me la ha contado nadie».

¿Qué hace un psicólogo hablando de Semana Santa? ¿Por qué me intereso por Jesucristo?

Para empezar, me gustaría decir que algunos autores han pretendido asignarle a Jesús un diagnóstico psiquiátrico, tomando sus declaraciones como signos y síntomas de psicosis: presencia de alucinaciones auditivas y visuales; ideas delirantes mesiánicas; arrebatos de ira, como el que tuvo al entrar en el templo de Jerusalén. ¿Tenía Jesús algún trastorno mental? Antes de precipitarme a dar una respuesta, considero necesario aclarar que ni los arrebatos de ira ni las experiencias perceptivas tenían entidad suficiente para justificar ningún diagnóstico psiquiátrico. También creo conveniente añadir que Jesús no presentaba un pensamiento desorganizado, como el que encontramos en algunas psicosis, sino que su discurso era bastante coherente; en cuanto al contenido de sus ideas, no provocaron una ruptura en su vida social, como suelen hacer los delirios, sino todo lo contrario: Jesús tuvo muchos seguidores e, incluso, millones de personas de todo el mundo no han dejado de congregarse en torno a su doctrina durante más de dos mil años.

Entonces, ¿no fue Jesús un enfermo mental? ¿No fue un delirante? A decir verdad, aunque soy psicólogo clínico, no creo que lo esencial de la figura de Jesús sea si tenía o no un trastorno mental. No es ahí donde yo pondría el foco, en absoluto. El mero hecho de buscar un diagnóstico nos extraviaría de lo fundamental de la persona de Jesús y, desde mi punto de vista, su mensaje es demasiado profundo y su palabra suficientemente plena como para tratar de silenciarlo con una etiqueta diagnóstica. Ya se encargó de eso Herodes, desde su ignorancia.

Yo soy más partidario de poner el foco en la compasión que siente Jesús por él, mientras soporta en silencio su desprecio. La misma compasión que sentirá después por aquellos que lo tomaron como objeto de escarnio en el pretorio por haberse proclamado Hijo de Dios, castigándolo a golpes sin haber sido sentenciado aún. O por los que lo azotaron más tarde por mandato de Pilato y lo coronaron con espinas para burlarse de él. Por eso, cada Semana Santa me sirvo de la atmósfera creada por el incienso, por la música, por la belleza de la composición escultórica de cada misterio para conmoverme profundamente con el amor que Jesús demuestra en cada uno de estos pasajes de la pasión.

La Semana Santa es una celebración creada por instituciones religiosas y cada año miles de devotos salen a la calle para vivirla en comunidad. Por este motivo, quienes tienen fe no dudan en cómo concebirla. Pero, además de estos, la Semana Santa tiene también muchos fervientes seguidores que, sin ser creyentes, participan en ella apasionadamente, más allá de la estética y de la tradición.

¿También los que no tienen fe? Pero, ¿no afirma Jesús ser el Hijo de Dios? ¿No dice que Dios es su Padre? Aparte del sentido literal de esta afirmación, es posible hacer una lectura más simbólica de su referencia al «Padre», totalmente compatible con la religiosa, válida para creyentes y no creyentes: todos sabemos que el Padre por el que Jesús muere en la Cruz no es un padre de carne y hueso como José de Nazaret, el esposo de María, sino que, ante todo, su Padre es verbo, es código, funciona como la ley interna por la que Jesús rige su comportamiento. Un código en el que impera el amor por encima de todas las cosas. Así podemos concebir al Padre de su lealtad. Por ese Padre es por quien Jesús mantiene su palabra hasta el final, aceptando la muerte con el pleno convencimiento de la bondad de su mensaje.

Con esta noción del Padre, formulada sin alusiones teológicas, quizás se entienda por qué también muchas personas no religiosas pueden compartir con los creyentes lo esencial del mensaje de Jesús.

Por mi parte, esta Semana Santa quiero tener plena conciencia de lo que estoy viviendo. Procuraré no perderme en distracciones innecesarias. Veré de nuevo las procesiones con la pureza de la primera vez, dispuesto a impresionarme a cada instante. Me dejaré cautivar por la expresividad de la imaginería barroca, estremeciéndome con cada mirada de Jesús, con cada gesto, con cada escena de la pasión. Disfrutaré la manera peculiar de manifestarse que tiene mi ciudad, los símbolos con que se expresa, todo el arte desplegado. Me sobrecogeré con el silencio y con el llanto de las cornetas. Sentiré la emoción en todo mi cuerpo. Pero ninguno de estos estímulos me distraerá de lo principal. ¡No dejaré que el fulgor de la hermosura ciegue mi luz interior! Sobre todo, estaré atento a mi espíritu, a experimentar el amor profundo, consciente en todo momento de los valores de Jesús, de la coherencia entre sus palabras y sus actos. Sin entrar en cuestiones personales de índole religiosa, que no son objeto de este blog, me bastará su dimensión humana para tomarlo como referente. ¿El amor sobre todas las cosas? Seguiré su mensaje. Y, entonces, será él mi «Padre», mi código, mi símbolo, mi palabra.

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Daniel González
Psicólogo en Sevilla especialista en Psicología Clínica y Psicoterapia

Una respuesta a «Semana Santa: una apología del amor»

  1. Grande Dani!
    Has conseguido reconciliarme con la figura de Jesús, sin connotaciones religiosas, con la que este mundo, en este momento, parece estar enfrentado y a la vez tan necesitado.
    Hermosas tus palabras. Gracias compañero!

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