En este post quiero poner el foco en los personajes secundarios de algunas escenas familiares.
¿A qué me estoy refiriendo?
Como podrá suponer, en la consulta de psicoterapia tengo la oportunidad de escuchar a muchas personas evocando recuerdos de su infancia y adolescencia. En ocasiones, el relato trata sobre situaciones que ellas han presenciado repetidas veces, en las que uno de sus progenitores ha tenido una conducta inaceptable hacia ellas o hacia el otro progenitor.
«Mi padre me hacía sufrir mucho cada vez que…»
Ese familiar (el padre, por ejemplo), con esas conductas reprobables, ha producido un daño evidente a la persona en cuestión, que no logra encajar estos comportamientos en el esquema previo que tenía de él.
Como no puede ser de otra manera, este es un tema importante que se aborda detenida y reiteradamente en el transcurso de las sesiones.
Sin embargo, como decía antes, quiero llamar la atención sobre el otro familiar (por ejemplo, la madre) que ha presenciado tales escenas repetidas, permaneciendo en un segundo plano cada vez que se desarrollaba la misma secuencia.
¿Por qué darle tanta importancia a un familiar que no ha hecho nada? ¿Por qué habría que pensar que esta otra persona ha podido influir en mi malestar?
Porque, además del daño infligido por el familiar que ha actuado irrespetuosamente -daño claramente reconocible por la persona en tratamiento-, conforme vamos profundizando en psicoterapia descubrimos que gran parte del dolor viene producido por la actitud de este otro miembro de la familia. Y eso es lo realmente doloroso de admitir: que este familiar, que la persona mantenía a salvo, también le estaba haciendo daño a su manera.
¿Cómo produce daño este personaje secundario de la escena?
Recordemos que son experiencias vividas en edades infantiles o adolescentes, en las que el menor está aún a cargo de sus padres, quienes tienen, entre otras, la misión de protegerlo.
De modo que esta madre, en nuestro ejemplo, ha participado en el sufrimiento del menor al dejarlo expuesto repetidamente a esas conductas del padre (hablo de situaciones que eran evitables), sin ser capaz de ponerle límites a su marido y, en ocasiones, exigiéndole al hijo un silencio cómplice de cara al resto de la familia.
Esta es la otra cara de la vivencia traumática, que merece ser desvelada para que puedan aflorar los sentimientos encubiertos y la persona en tratamiento pueda dotar de nuevos significados a la escena recordada. Una vez reconocidas todas las partes en juego, es más fácil integrar dicha vivencia. Lo contrario -negar una parte- dejaría la experiencia inconclusa y no haría más que aumentar la fuerza con la que necesita imponerse en nuestro pensamiento, a la espera de ser completada.
Quizás usted también haya padecido experiencias dolorosas en las que no contó con la protección debida por parte de ningún adulto y ahora se esté preguntando cómo le ha podido influir la pasividad de esa persona.
Como quiera que sea, si desea profundizar más en experiencias dolorosas que no deja de recordar, sepa que mi función consiste en ayudarle a procesarlas para que pierdan intensidad. Ese es un trabajo que tendríamos que hacer juntos. Como comprenderá, desde aquí nada más puedo decirle. Recuerde que todavía no sé nada de usted. Primero tengo que escucharle.
Daniel González
Psicólogo en Sevilla especialista en Psicología Clínica y Psicoterapia