Dedico este artículo a hablar de cómo los diagnósticos en Salud Mental, más que ayudarnos, pueden convertirse en parte del problema y nos desvían de posibles soluciones. Este planteamiento lo ilustro con un ejemplo de Anorexia nerviosa pero es válido para cualquier otro trastorno.
No cabe duda de que el empleo de los diagnósticos psiquiátricos siempre ha sido una herramienta útil para abreviar la comunicación entre los profesionales sanitarios. Por ejemplo, si nos diagnostican Depresión, con esta palabra sola los especialistas ya pueden hacerse una idea de los síntomas que presentamos: ánimo bajo, falta de energías para afrontar el día, trastornos del sueño y del apetito, etc.
Aparte de esto, es evidente que el mayor interés en este tipo de diagnósticos lo tienen tanto las compañías aseguradoras, porque cualquier categorización les facilita la toma de decisiones (duración estimada de una baja laboral, tipo de cobertura), como la industria farmacéutica, encantada de comercializar fármacos para cada uno de los trastornos mentales definidos por las clasificaciones internacionales.
Nada más, hasta aquí la utilidad de los diagnósticos psiquiátricos. El resto son problemas.
Déjeme señalarle dos peligros que corremos cuando nos diagnostican un trastorno mental: la construcción de una identidad personal en torno al síntoma y la impotencia consecuente para encontrar soluciones.
Estos dos peligros van de la mano y son tan graves que merecerían una reflexión profunda por parte de la sociedad científica, puesto que el diagnóstico psiquiátrico funciona como una trampa desde el momento en el que la persona diagnosticada se identifica con él.
Pongamos un ejemplo concreto. ¿Conoce a alguna joven diagnosticada de Anorexia Nerviosa? ¿Cree usted que la vida de esa joven va a desarrollarse con normalidad -como si no la hubiesen diagnosticado- o más bien se verá condicionada por ese diagnóstico? Si nos detenemos a dar una respuesta, lo más seguro es que su vida vaya girando cada vez más en torno a esa identidad. ¿De qué manera? Se definirá a sí misma como anoréxica («Yo soy anoréxica»), restringirá sus relaciones sociales a encuentros con otros miembros de una asociación para personas con trastornos de la conducta alimentaria, participará en un grupo psicoterapéutico de jóvenes con anorexia, visitará páginas web en las que aprender trucos para quemar calorías sin ser descubierta. La anorexia nerviosa irá ganando cada vez más terreno en su vida: la joven no comerá mucho, pero a ella la irá devorando el diagnóstico. Paralelamente, sus familiares vivirán en permanente tensión temiendo una recaída y desde este temor se relacionarán con ella, sin perder nunca de vista que la joven es anoréxica. Pasarán los años y esta joven habrá ido construyendo gradualmente su identidad personal… ¿en base a qué? En base a un diagnóstico psiquiátrico. Claramente podemos hablar de iatrogenia, que es la alteración, especialmente negativa, del estado del paciente producida por los profesionales sanitarios.
Una identidad así construida deja a la joven sin escapatoria porque si deja de «ser» anoréxica, se quedará sin identidad y sin relaciones sociales; si, por el contrario, se aferra a esta identidad, difícilmente podrá recuperarse definitivamente del trastorno de la alimentación.
Como antes mencioné, el segundo problema es que el planteamiento clásico de etiquetarnos a las personas nos deja estáticos, fijados al diagnóstico, y nos aleja de encontrar soluciones exitosas.
¿No tendremos más margen de maniobra para lograr un cambio si lo afrontamos como un problema transitorio que se puede solucionar? ¿No nos liberaremos de las cadenas que nos impone el diagnóstico psiquiátrico y se nos abrirá así el campo para encontrar otros referentes «más sanos» con los que identificarnos?
Soluciones hay muchas, a veces pasan por estrategias insólitas. El primer paso, cualquiera que sea la conducta problemática, consiste en abandonar las soluciones ensayadas sin éxito. En el ejemplo de la joven con anorexia, un intento infructuoso que habría que abandonar es la insistencia de la familia en que coma, por mucho que la familia esté actuando conforme al sentido común.
Daniel González
Psicólogo en Sevilla especialista en Psicología Clínica y Psicoterapia
Muy interesante Daniel tu punto de vista. Aporta mucha luz.
Gracias, Isabel.
Tan de acuerdo. Gracias