Atiendo en consulta de Psicología clínica a un adolescente diagnosticado desde hace años de Trastorno disocial.
Los trastornos disociales, según la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE-10) de la Organización Mundial de la Salud (OMS), «se caracterizan por una forma persistente y reiterada de comportamiento disocial, agresivo o retador».
Este chico, en concreto, tenía una historia importante de conductas delictivas que requirieron innumerables intervenciones de la policía. Fue su madre quien solicitó la consulta para él, siguiendo la recomendación de un conocido que había estado en tratamiento psicoterapéutico conmigo hacía unos años.
Cuando mantengo el primer encuentro con el adolescente, detecto en sus palabras un sentimiento de tristeza de fondo, que me impresiona mucho más que la imagen de dureza y frialdad que pretende ofrecer.
Conforme avanzan las entrevistas, ese tono depresivo se corrobora y acaba adquiriendo cada vez más preponderancia en su discurso, hasta el punto de relegar a un segundo plano el regodeo de contarme con detalle los delitos cometidos.
Me relata su historia familiar, repleta de experiencias estremecedoras que marcaron su crianza con el sello del abandono y la negligencia. La falta de cuidados por parte de sus padres y otros familiares cercanos -cuyas circunstancias no se trata de juzgar aquí- abarcó tanto la esfera propiamente afectiva (con importantes carencias en sus necesidades físicas y emocionales) como la más normativa (por una clara falta de límites que regularan sus impulsos).
Al entrar en la adolescencia, sin palabras precisas para abordar cuestiones emocionales y sin oídos dispuestos a escucharlo, eligió el camino de la delincuencia –sin saberlo- para hacerse oír: expresó su rabia a través de conductas violentas, buscó límites normativos con sus actitudes transgresoras y logró de esta forma entablar relaciones personales.
La psicoterapia que realizó, además de dar cabida al odio y a la rabia, le ayudó a tomar contacto con otros sentimientos como la ternura y la gratitud. Este chico fue capaz de mostrar empatía con otras personas; descubrió sus motivaciones personales y las ganas de luchar para encontrar en el mundo un lugar distinto al de la delincuencia juvenil.
Cuando tuvo que interrumpir el tratamiento por cambio de provincia, estudiaba en el instituto, con buenas calificaciones y sin problemas de comportamiento; había consolidado una relación de pareja y estaba rodeado de buenas compañías.
El trastorno disocial que presentaba este adolescente cuando llegó a consulta no era sino la manifestación, mediante trastornos de conducta, de una depresión encubierta.
Este es un caso concreto. Si a usted le preocupa algún niño o adolescente con sospecha de trastorno disocial y está buscando ayuda, tenga en cuenta que cada persona es un mundo y no todos los casos son iguales, por eso la gravedad del problema no puede verse correspondida con orientaciones generales. Lo que sí tienen en común todos los casos es que merecen un tratamiento serio y comprometido, con un profesional cualificado y con experiencia.
Así sí le puedo ayudar.
Pero recuerde que todavía no sé nada de usted. Primero tengo que escucharle.
Daniel González
Psicólogo en Sevilla especialista en Psicología Clínica y Psicoterapia