¿Creamos condiciones propicias o nosotros lo valemos?

Sabemos que las relaciones personales (familiares, sociales, de pareja) pueden ser tanto una fuente de satisfacción -cuando funcionan con fluidez- como un motivo de sufrimiento -cuando no logramos encauzarlas como nos gustaría.

Quisiera hablarle en este artículo de un tropiezo habitual que se da en algunas relaciones. No se trata de nada novedoso, es una observación bastante sencilla. Lo más complicado de entender es por qué a veces no estamos más atentos a este tipo de detalles, que nos ahorrarían muchos problemas de relación.

Son las peculiaridades del ser humano, que, pese a su inteligencia, ve cómo su conducta es gobernada por emociones, impulsos, pasiones que lo desvían de sus propósitos iniciales.

¿No ha vivido alguna situación en la que alguna persona esperaba de usted compromiso y lealtad sin haber creado previamente condiciones para que usted se sintiera cómodo con ella?

Esto es lo que nos podría comentar en consulta una mujer a la que llamaremos Julia:

«Siempre se queja de que no voy a verla. Siempre me deja muy claro su disgusto por el tiempo que dejo pasar entre una visita y otra. Yo creo que a ella ni se le pasa por la cabeza que, con su actitud, me ha dado motivos de sobra para no acercarme más a menudo por su casa».

Julia tiene 26 años cuando cuenta lo difícil que es para ella actuar en este terreno conforme a sus deseos. No se siente cómoda con su abuela paterna y preferiría no tener que verse en el compromiso de ir a visitarla, pero, por lealtad a su padre, sigue acudiendo a verla con más frecuencia de lo que le apetece. 

«No recuerdo a mi abuela jugando conmigo de pequeña, jamás se sentó a mi lado a colorear o a hacer un puzzle cuando yo era una niña».

En las sesiones, va relatando las experiencias con su abuela y se va dando cuenta de que la abuela nunca le propuso actividades atractivas de niña ni conversaciones interesantes en sus años adolescentes; ni siquiera le preparó nunca una deliciosa merienda que la hubiera dejado con un buen sabor de boca al terminar la visita.

También recuerda que, cuando en sus años de universitaria se acercaba a verla, ya sin sus padres, la abuela la recibía en el salón de su casa con un beso y un reproche por el tiempo que llevaba sin aparecer por allí. Julia dice que la pregunta indirecta que generalmente precedía al reproche la avisaba de que debía preparar el cuerpo para encajar el golpe: «Supongo que estarás estudiando mucho, ¿verdad?». La intención de la pregunta no tardaba en aparecer, acompañada de una entonación que no dejaba lugar a dudas: «Como llevas tanto tiempo sin venir a verme». El ambiente que el reproche de bienvenida provocaba era lo suficientemente frío como para que Julia se dedicara a responder con monosílabos las siguientes preguntas del interrogatorio -interminable y totalmente alejado de sus intereses habituales-, mientras ideaba en silencio una excusa con la que concluir el encuentro cuanto antes, convencida de que debería haber postergado unas semanas más el día de la visita.

Conforme va recordando las peculiaridades de esa relación, Julia se va liberando del sentimiento del culpa por no poder cumplir con las expectativas familiares de alegrarse de ver a la abuela:

«Ahora estoy totalmente segura de que sus reproches eran injustos. Mi abuela nunca hizo nada para propiciar los encuentros: ni una llamada de teléfono entre visita y visita, ni una invitación a comer, ni una propuesta atractiva: nada. Todo el esfuerzo se suponía que tenía que hacerlo yo. Mi abuela daba por hecho que yo tenía que sentirme a gusto en su compañía, sin que ella tuviera que hacer nada para facilitarlo».

Como dice Julia, es difícil conectar con alguien que nos exige mucho más de lo que nos ofrece y que, además, nos señala a nosotros como los únicos causantes del problema, sin cuestionarse su grado de responsabilidad en la distancia que nos separa.

¿No le vendría bien a esa abuela alguna receta para recibir a Julia con más hospitalidad? Probablemente sí, pero con la condición de que exista en el deseo de la abuela un lugar para esa nieta; si, por las circunstancias que sean, Julia no ha sido objeto de la ilusión de la abuela (de su motivación, de sus ganas), difícilmente funcionarán los consejos, por mucho que la abuela los siga al pie de la letra.

En el caso de que sí exista un afecto genuino, siempre hay tiempo para recomponer la situación y generar un ambiente más cálido entre ellas. Desde luego, no anteponiendo su propio dolor y dejándose llevar por el impulso a reprochar desde el comienzo de la visita. Sin embargo, una bienvenida más acogedora y una conexión más empática con las necesidades de la nieta, respetando los tiempos, crearán condiciones más propicias para una conversación más relajada, en la que -¿quién sabe?- puede haber cabida también para que la abuela le exprese a Julia, sin acritud, su deseo de que la visite más a menudo.

¿Se ve usted en una situación parecida a la de Julia? ¿A la de la abuela de Julia? Sepa que todo no está perdido y que existen soluciones para mejorar las relaciones personales. ¿Cómo se consigue? Siempre dependerá de cada caso particular. Del suyo, nada puedo decirle. Recuerde que todavía no sé nada de usted. Primero tengo que escucharle.

Daniel González
Psicólogo en Sevilla especialista en Psicología Clínica y Psicoterapia

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